Donde en el pequeño corazón de una ilusión, una
nostalgia, un relato corto, una vivencia, una... ¿Quién sabe? Seguramente el
lector se vera identificado dentro de cualquiera de sus relatos.
EL ESPEJO
Ha comenzado a llover en
Varsovia. Los edificios del gueto judío se proyectan en los charcos
acrecentando la sensación de abandono y suciedad. Desde la ventana de un
edifico de la calle Sienna, Ishmael mira por encima del muro coronado de
alambradas que le separa del resto de la ciudad. Empuja su alma más allá de la
cerca, inventando pasos imaginarios hacia esa otra ciudad, invisible que solo
existe en su recuerdo. Y la llena de rostros, manos... de vidas que ya no
existen, pero que él afirma con su presencia. Allí están sus padres, su hermana
pequeña Judith, su familia... y también su mejor amigo, Aarón.
—Ishmael, ven a desayunar. Es hora de ir al colegio.
La voz de su tía Hannah le
saca de sus ensoñaciones. Ishmael termina de vestirse, abre el cajón de una
cómoda vieja y deslucida, saca un brazalete con la estrella de David, y se
dirige al comedor. Sobre la mesa está preparado el desayuno: un tazón de leche
y un bollo de pan seco. Ishmael da un beso a su tía y se sienta a desayunar en
silencio. Desde la habitación contigua llegan los acordes del Preludio Nº
1 de Bach, la pieza favorita de su abuelo y la que le consagró como concertista
cuando era reconocido y alabado, incluso, por los que ahora le dan la espalda.
Ishmael se levanta. Abre la puerta con cuidado, pues no quiere molestar a su
abuelo, pero el sonido de los goznes delata su presencia.
—Buenos días, pequeño.
—Hola abuelito…
—¿Quieres tocar un poco el chelo?
—Claro, sí... -dice Ishmael sonriendo.
El chelo es casi tan grande
como el niño y parece mentira que pueda sostenerlo. Sin embargo, de pie,
sujetándolo con su cuerpo, comienza a tocar, pulsando directamente las cuerdas
con los dedos, un pizzicato. El abuelo asiente con cada pulsación, y, una vez
finalizada la pieza, le da el arco.
—Y ahora, Ishmael, escucha
la música. Piensa que la música es como un espejo. Solo si sabes escuchar,
incluso el silencio final sostenido en el aire, serás capaz de traspasarlo.
Ishmael comienza mover una
mano de arriba abajo del diapasón, mientras, con la otra, mueve el arco con una
destreza increíble para un niño de su edad. En ese momento, Hannah irrumpe
asustada.
—Padre, los soldados...
Están entrando en la casa, sacando a los vecinos a la calle…
Hannah no tiene tiempo de
terminar la frase. De un golpe los soldados derriban la puerta y entran en la
vivienda. El odio que desprenden golpea todo lo que encuentra a su paso:
cuadros, muebles, fotos… Un soldado, apenas un adolescente, empuja al abuelo
con violencia y le tira al suelo. Hannah intenta protestar, pero su voz se
quiebra y se hace añicos. En la calle, junto al resto de los vecinos, les
obligan a montar en un camión y les llevan a un apeadero en el que esperan dos
trenes, uno para los hombres y otro para las mujeres y los niños.
—Abuelito, no quiero
separarme de ti…
—Ishmael, prométeme que pase lo que pase intentarás resistir. No te preocupes
por mí, yo sobreviviré, porque la música siempre sobrevive… además, a esas
fieras sin corazón, les gusta escucharla. Volveremos a estar juntos.
—Pero no llevas el chelo, lo necesitarás… voy a buscarlo.
Ihsmael no oye las palabras
del abuelo intentando evitar que lo haga. Milagrosamente, sortea la vigilancia
de los soldados, llega a casa y coge el chelo. Ata un cinturón al diapasón y se
lo cuelga a la espalda. Al salir del portal ve que, de nuevo, se acercan los
soldados. Se esconde en un viejo almacén y no se atreve a salir hasta que no
escucha ningún ruido fuera. Casi ha anochecido cuando cruza las calles lo más
rápidamente que puede. Cuando finalmente logra llegar al andén los trenes han
partido hacia su destino. Ishmael, desolado, no sabe qué hacer. Entonces
recuerda las últimas palabras de su abuelo. “Yo sobreviviré, porque la
música siempre sobrevive”
Ishmael, decidido a entregar el chelo a su abuelo, comienza a caminar siguiendo
la línea de las vías del tren.
Falta media hora para que comience la nueva temporada de
la orquesta sinfónica de Varsovia, con el estreno de una nueva sinfonía
titulada “El espejo”. El auditorio del Teatro Nacional está lleno. El público
irrumpe en aplausos cuando entra en escena el autor de la composición que,
además, será el que ejecute el solo de violonchelo. Ishmael Katz se sienta en
el centro del escenario y observa a un hombre con la carga física de los muchos
años de su existencia sentado en la primera fila, y que mira al vacío como si
estuviera ausente. Las notas, poco a poco, se adueñan del espacio y parecen
sacar al anciano de la nada en la que habita desde que, pese a todo, pudo
sobrevivir al horror del exterminio. Ishmael le mira y siente que esboza una
leve sonrisa.
Mª Carmen Azkona